La señora Ángela
Aquí estoy. ¿Quién lo diría?
¿Quién podría pensar hace unos años, que hoy, comenzada ya la tarde, en estos
momentos en los que, el día casi ha transcurrido y se asoma levemente, a través
de las sombras que las llamas de mi chimenea proyectan en el salón, yo, me propondría
algo así?
Sin hacer ruido, como si quisiera, que esta labor no fuera descubierta
por nadie, me deshago del polvo de la maleta, donde el año anterior quedó guardada
aquella Navidad.
En esa maleta, no hay secretos inconfesables, ni tesoros familiares, o
si, quizá los haya. En ella encuentro adornos heredados, aceptados como obsequio
o incluso comprados por mí en un arrebato de añoranza.
En ese acto sin apenas importancia, mi mente recorre sutilmente escenas
imborrables, vividas en la pasada Nochebuena, que a mí, que apenas creía ya, en
lo que estas fechas nos invitan a creer, me hicieron ver una sonrisa
reflejándose en una esfera brillante que
colgaba de un pino verde y rojo.
Y es que hay sucesos, que sin tener nada de mágicos, por que ocurren en
este mundo y no en otros, te hacen recapacitar sobre la realidad de la vida y
la esperanza que aun se puede tener en ella.
Sin
poder ni querer evitarlo, recuerdo el hecho trascendental, ocurrido en el año
anterior y me pregunto, ¿Aquel suceso, recuperó mi fe en la Navidad? Sólo yo tengo la respuesta. Pero déjenme que
les cuente lo que sucedió.
Pasadas las siete de la tarde, ella, que no era la cerillera, ni la
vendedora de migas de pan de Mary Popins, ni siquiera la señora March de la
novela “Mujercitas”, ni tampoco ningún otro personaje de cuento navideño
,y sin embargo reunía casi todas sus
cualidades, se presentó en mi casa, con una noticia.
La señora Ángela, era quien nos
vendía el pan, las magdalenas y aquellos bollos que horneaba cada sábado y
hacían que el barrio, oliera a esencia de limón.
Te saludaba con la sonrisa entre la comisura de sus labios, y los ojos
bailando dentro de su cara. No sé con exactitud la edad que tenía, pero mis
padres ya disfrutaron de sus dulces caseros.
La señora Ángela, aquella tarde, estaba abatida, y ¿cómo no recibir con
agrado a quien te alegra los despertares diarios con un desayuno diferente?
Le dejé entrar. Se sentó en mi sillón, sí, en el mío, es ese en el que
este hombre que ya cumplió sobradamente los cuarenta, duerme la siesta y disfruta
sus mejores momentos de paz y tranquilidad.
Con voz angustiada y llorosa, me contó que su hijo, su único hijo, no
pasaría la Navidad con ella. En ese momento no di importancia a este hecho; yo
también la iba a pasar en soledad, como tantas otras en los últimos años, y no
comprendí el drama que para la señora Ángela, tenía el saberse sola en esta
fechas.
Secó
con un pañuelo sus lagrimas, y luego, de su bolsillo sacó la fotografía de un
niño.
Mi relación con ella nunca había sido
demasiado estrecha., salvo alabanzas por sus bizcochos, o la convivencia
necesaria de vecinos del barrio, y ni siquiera era conocedor de la existencia
de su hijo, pero sin comprender por qué me mostraba a mí esa foto, y me hacía
confidente de su pena, la escuché.
Me contó, que echaba de menos la risa de su hijo, supuse entonces, que
de ese niño retratado en esa pequeña cartulina ya descompuesta, por el tiempo pasado
desde el día en el que aquel hijo posará frente a una cámara fotográfica.
El reloj dio las ocho, y a mí se me hacía tarde para la cita que tenía
con mis amigos, en un acostumbrado brindis antes de la cena de Nochebuena.
Miré
de soslayo varias veces el reloj, pero la señora Ángela o no se dio cuenta o no
quiso percibirlo.
Tras unos minutos de impaciencia, sonó el teléfono y la señora Ángela,
se despidió de mí apretando y besando mi mano.
No
sé lo que me hizo contestar por teléfono, diciendo que este año no iría a la
cita, con la excusa de que tenía invitados en casa.
Me
volví a sentar, pero no en mi sillón, pues en él, de nuevo se acomodó la señora
Ángela.
Los ojos de aquella mujer brillaron de una forma que yo jamás había
visto, y en mis entrañas, brincó una sensación que no conocía. Una satisfacción
irrepetible se apoderó de mí, casi hasta hacerme sonreír.
Minutos después, me encontré en la cocina con una compañera octogenaria,
preparando un asado en el horno, un caldo como el de mi niñez, y unos dulces
revueltos en una bandeja. En realidad, en otra ocasión, hubiera preferido que
la edad de mi acompañante fuera inferior, y que otras caderas se pronunciaran
bajo el delantal, en lugar de aquellas ya consumidas, pero una extraña razón,
me hacía ver, de una manera inusitada en mí, una gran belleza en ese arrugado
cuerpo.
Entre los dos, adornamos un pino, el mismo y sencillo árbol guardado
durante años, y que yo, me había
resistido siempre, a que fuera parte de la decoración de mi casa en fechas
señaladas o no. El rostro de esa mujer se reflejó en una de las bolas de
cristal que colgaban de una rama y vi como sonreía.
Las luces encendidas del árbol iluminaban la habitación. El fuego de la
chimenea, crepitaba con fuerza, y no sé si por el vino al que no estaba
acostumbrado y que sólo probaba en contadas ocasiones, o por todas esas
sensaciones inexplicables, vi arder los troncos como si nunca los hubiera
visto.
Aquella noche, no hubo lugar para el bostezo. La señora Ángela, me
recordó cómo eran antes los días en el barrio, como eran cuando aún vivía su
marido, cuando los vecinos, intercalaban sus vidas sin miedo ni pudor, cuando
todo el barrio se conocía, sabia de las luchas de cada familia, de las
alegrías, de las desgracias, cuando todos, sin necesidad de petición, echaban
una mano cuando hacía falta.
Cuando las tardes de los domingos se reunían ente las faldas de una mesa
camilla, y las horas pasaban más rápido, más alegres y los más chicos jugaban a
los juegos de la época, o se peleaban sin transcendencia alguna, que eso
también ocurría, en la acera, junto al portal, donde cada día los vecinos se
repartían saludos y confidencias.
Cuando nadie salía con tanta prisa como para ni siquiera preguntarse
¿Como estáis en casa?
Me recordó escenas de mi niñez que yo tenía olvidadas, o quizá, sin
haberlas olvidado, ya no tenían importancia para mí, hasta aquella misma noche,
que narradas por ella, tomaban un color diferente.
Lo contaba con añoranza y sin rencor, con brillo en la mirada y algo de
nostalgia, y en mitad de esa conversación, que me tenía conquistado, la señora
Ángela, volvió a sacar la fotografía que ya me había mostrado. Y con palabras
cortas, enseñándomela, me confesó lo que yo ya había supuesto; aquel niño, era
su hijo.
Yo ,por seguir la conversación y porque para ser sinceros, aquella noche
la compañía estaba siendo agradable, pregunté, si tenía alguna foto del chico
con más edad; viendo a la madre, el hijo
debería tener ahora al menos unos cincuenta
años.
La señora Ángela negó con la cabeza. No quise peguntar más. Ella, sí
quiso hablar.
-Mi hijo murió con trece años. Hoy
tendría cincuenta y dos.
Sorprendido, dejé que siguiera
hablando.
-Se llamaba Ángel. Cuando él murió, tú
tendrías unos siete años.
Siete años- pensé.
-Y sigo recordándolo cada Navidad,
sobre todo cuando te veo llegar solo, para celebrar la Nochebuena, pero jamás
me atreví a llamar a tu puerta hasta hoy.
No comprendí cual era el motivo por el que a aquella anciana, le
resultaba triste el hecho de que su vecino celebrara solo o ni siquiera
celebrara esas fechas.
En aquel momento recordé la Navidad de mis siete años. Me vi en un
hospital, atendido por médicos y enfermeras, esperando algo que yo en aquel
tiempo no comprendía, y que no era otra cosa que un donante de riñón, que
consiguiera ofrecerme una vida normal, la que por fortuna, hoy puedo disfrutar.
En aquellos años, no había demasiada esperanza en estas operaciones, ni
siquiera, de que alguien donara el órgano de un ser querido. Yo tuve la suerte,
de poder recibir de nuevo la vida, a través de la bondad de una familia
desconocida para mí.
Por mi mente se cruzaron los pensamientos, y no tardé en comprender.
Nunca supe de quien era aquel órgano tan vital, creo que ni siquiera,
con mi corta edad, sabía bien lo que aquello significaba, aunque he de
reconocer que con los años, ha sido algo que siempre me he preguntado. ¿Quien
murió para que yo viviera? ¿Quién, aquella Navidad, lloró la muerte de un hijo,
nieto o hermano? Y ahora, tenía delante a aquella bella mujer, frente a mí, a
aquella madre que donó lo que más quería, lo que más amaba y precisamente en
Navidad.
No fue un momento triste, quizá los años, al avanzar paulatinamente,
guardan en un lugar cálido los recuerdos, buenos o no.
La señora Ángela, de pronto, me
besó como si besará a su hijo sin poder remediar que yo la abrazara, mientras
en la calle, los niños, encendían bengalas, cantaban y reían en aquella noche
diferente.
Y eso es lo que sucedió.
Ahora, permítanme que les deje y continúe mi
labor, tengo un asado que preparar; estoy esperando a una compañera octogenaria
que se sentará en mi sillón, para cenar conmigo en esta Nochebuena.
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