jueves, 9 de febrero de 2012

LA CARTA NÚMERO TRECE


                                     

 A lo largo del último año, el primer martes de cada mes ,se repetía el mismo ritual. El recorrido esperanzado, desde la ventana del salón hasta el reloj del pasillo y luego a la mirilla de la puerta de entrada, que durante tres horas de continuo movimiento era como el milagro de la vida para Julia, finalizaba cuando el timbre de la puerta resonaba en la casa y ella, arreglando su cabello, abría al cartero y recibía la carta mensual. Luego,   lo que sucedía, estaba previsto. Apretaba con anhelo el sobre contra su pecho y perdiéndose en el acolchado sillón, leía el trocito de papel mientras escuchaba a Gardel cantando “Cuando tu no estas”.
Pero aquel martes víspera de la noche de reyes, tras el rito acostumbrado, el timbre de la puerta no sonó. Julia, sola, ensimismada en intentar comprender que había pasado con su carta, sin llegar a entender que clase de injusticia era aquella que la privaba del placer de recibir las noticias de ese amor que sentía tan cercano en cada párrafo leído, esperó a que el día llegará de nuevo, y así, se mantuvo alerta un día tras otro esperando la llegada del cartero.
Tras una semana de inquieta espera, la carta número trece no llegó, y a pesar de que hacía más de un año que Julia no había pisado la calle, se enfundó en un traje color azul y se acercó a la oficina de correos para indagar sobre el paradero de la carta.
En la antesala de la oficina, una joven descolgaba los adornos de Navidad. Julia la miró de arriba abajo y de abajo arriba y tras esos segundos de convulsivo examen, preguntó sin preámbulos por su carta. La joven, molesta por la mirada inquisidora de Julia, consultó de mala gana los archivos y buscó la desaparecida carta sin hallarla. Julia mantuvo la mirada fría durante un rato, hasta que se vino abajo y llorando tuvo que tomar asiento. La joven intentó consolarla con la justa compasión de estos casos, en los que sin saber porque, alguien desconocido llora ante ti y has de remediar su dolor. Como si el agua lo curase todo, la ofreció un vaso.
Julia, desilusionada por no poder regresar a casa con su sobre para acariciarlo, se levantó e hizo intención de salir de la oficina, justo en el preciso momento en el que un hombre con sombrero de fieltro entraba. El caballero, viendo los ojos vidriosos de Julia, tras recoger un paquete se ofreció a acompañarla hasta su casa. Durante aquel paseo inesperado y oportuno, Julia narró la historia que la atormentaba, el desvelo de los días atrás y la espera inútil de su carta. Relató animosa la hermosura de su Argentina lejana, de sus sueños cumplidos y del amor vivido. Con lengua suelta y alegre, su voz cada vez sonaba más melodiosa, y durante el paseo se olvidó de la carta.
Tras aquel paseo vinieron otros, y el protocolo de los primeros martes de mes se perdió entres miradas cómplices y confidencias.
En las noches frías que vinieron aquel invierno, una imagen diferente se dibujó en los cristales de la ventana, un caballero amable disipó la añoranza de otros tiempos.
 A veces Julia miraba el retrato de aquel hombre que tanto la amó desde la juventud, con el que atravesó el océano, aquel de quien un año atrás se había despedido bajo los cipreses del cementerio y al que conservaría siempre en la memoria.
 Un martes, sin ritual previo, sonó el timbre de la puerta. El cartero, cabizbajo, se disculpó por la tardanza en la entrega de una carta olvidada entre otras infantiles, llenas de ilusiones y deseos, en la pasada noche de reyes. Julia, ni siquiera abrió la carta, sabía bien lo que decía, recordaba cada renglón, cada frase que ella misma había escrito tratando de no olvidar a quien la había amado hasta la muerte. Quizá fue el azar quien hizo que se extraviara la carta, o quizá fuera la forma que el destino tuvo de ofrecerle ese nuevo amor. Julia, se sentó acomodándose en su sillón, apretó la carta en su pecho, y de nuevo se escuchó la grave voz de Gardel.

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